¿POR QUé LA IA PROVOCA MIEDO?

En el primer cuarto de siglo se ha dicho que los datos personales eran el nuevo oro negro, ya que pueden explotarse mediante técnicas de deep learning o big data, con objetivos comerciales para ofrecer productos y servicios a los consumidores en función de sus gustos y preferencias, o para obtener informes sociológicos de la población con diferentes propósitos.

Dando un paso más, la Inteligencia Artificial (IA) nos ha elevado a otro nivel, en el que el tratamiento de datos ha cedido su puesto a la gestión de las emociones, superando el mero análisis de la información, para pasar a actuaciones más agresivas, en las que se orquestan campañas para impulsar sesgos o manipular la voluntad de las personas mediante fake news, por ejemplo, para generar movilizaciones sociales o alterar procesos electorales.

Estos fueron los peligros que se trataron en la reunión del G7 de Japón y en la Declaración de Bletchley de 2023, donde se fraguaron los acuerdos que culminaron en el famoso AI Act aprobado por la Unión Europea el pasado 21 de mayo de 2024. Y es que no han sido pocas las voces que se alzaron para alarmar sobre la IA y su explotación en el manejo de este nuevo activo de incalculable valor (las emociones), que ahonda en las mentes hasta el punto de poder afectar la toma de decisiones y modificar ideas sin que seamos conscientes de ello.

Siendo esto inexorable, también lo es que la IA aventura un apasionante futuro de aplicaciones, desde la automatización de procesos que eliminen el error humano, hasta el logro de avances en investigación científica, ahora inimaginables. Y es que, como ocurre con toda actividad humana, el problema no radica en el instrumento en sí, sino en el uso que se le pueda dar. En efecto, nadie duda de que un cuchillo es un artilugio necesario, aunque también puede ser usado para matar. Aun así, no parece razonable prohibir los cuchillos, sino sancionar el homicidio, ya sea con un cuchillo o cualquier otro medio.

Aunque es inevitable que la realidad galope por delante de las concretas normas que la regulan, el derecho, en aplicación de la hermenéutica, debe ser capaz de aportar una solución jurídica mediante los principios que lo inspiran, de forma que donde hay una misma razón, hay un mismo derecho. En este sentido, el citado AI Act establece para la IA similares prevenciones a otras medidas intrusivas (como la interceptación de las comunicaciones), tales como la restricción a determinados delitos, limitación temporal y espacial, y la necesaria autorización judicial.

Y es que los miedos que anidan en lo profundo de nuestro cerebro reptiliano siembran dudas cada vez que se perturba nuestra zona de confort. Probablemente, cuando aparecieron los grandes descubrimientos que han forjado nuestra civilización (fuego, alquimia, matemáticas, etc.) surgieron detractores contrarios a su utilización, por recelo o ignorancia, arguyendo que estaban reservados a los dioses o que había que centrarse en cosas importantes como guerrear con otra tribu, en lugar de perder el tiempo buscando nuevos conocimientos. Pero, aunque tenían sus riesgos (palabra en la que pivota todo el AI Act), no cabe duda de que contribuyeron al progreso que ha llegado hasta nuestros días.

Asimismo, en momentos clave como la Revolución Industrial se alertó (al igual que ahora) que serían las máquinas las que trabajarían y, por tanto, los obreros perderían el empleo con el que daban de comer a sus hijos, al poder prescindirse de la mano de obra humana. Sin embargo, lo que sucedió es que, efectivamente, algunas faenas desparecieron para siempre y tampoco se las echa de menos, ya que nadie quería hacerlas hoy, abriendo camino a otras ocupaciones que antes no existían y se volvieron imprescindibles para los nuevos tiempos.

En consecuencia, de igual forma que ocurrió con otros adelantos trascendentales para la Humanidad (más recientemente, con internet o la conquista del espacio), el problema no estribaría en la tecnología en sí, sino en el destino que se le dé, ya que la maldad no reside en las cosas, sino en el aprovechamiento que se haga de ellas. En consecuencia, no deberían ponerse trabas a la investigación y el desarrollo, sino implementar controles legales y éticos para que se haga un uso adecuado, como en el resto de las facetas humanas.

Frente a esto se argumenta que esta vez nos encontramos con un cambio cualitativo diferente, ya que la IA podría llegar a ser consciente y, por tanto, perderíamos el control sobre ella. Respecto a esto habría que decir, en primer lugar, que la generalidad de las personas ignoramos el fundamento técnico de la mayoría de las cosas que usamos cada día (desde los móviles y las comunicaciones vía satélite, hasta un microondas), y no por ello dejamos de utilizarlas ni pensamos que no sean confiables. Y, en segundo lugar, hace décadas que permitimos a la tecnología tomar decisiones por nosotros en situaciones críticas que afectan a la vida de personas, como cuando se activa el piloto automático de un avión o cuando un software de triaje decide a que paciente atender primero.

Sea como sea, no se pueden poner puertas al campo, lo que viene evidenciado por el bombardeo sobre nuevas evoluciones de la IA, que atisban que va a ser inevitable que se instale en nuestras vidas y que acabe normalizándose, de forma que nadie se plantee si es bueno o malo, sino simplemente será algo tan cotidiano como la electricidad (a la que, por cierto, también se le reprochó su peligrosidad). Lo que para una generación es escandaloso, para la siguiente es emocionante, para la siguiente es necesario y para la siguiente, simplemente, su realidad. Nihil novum sub sole (nada nuevo bajo el sol), como decían los clásicos latinos.

Javier López Gutiérrez, socio de Ecija.

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